Una perspectiva cristiana de esperanza en la cara del terrorismo.
Partes del cuerpo amputadas. Cuerpos con cicatrices de fragmentos. Tres personas muertas, incluyendo un niño de ocho años que solo quería animar a su padre.
Decir que cuesta encontrar sentido en una tragedia como el atentado en la Maratón de Boston es ridículo. Herir a inocentes y jóvenes es un reto a la comprensión de la mayoría de los seres humanos, independientemente de su raza, género, religión o credo. El grado de impacto y lo horrible de lo que se ha hecho nos arrebata nuestra sensación de seguridad, paz y bienestar.
La ira, la frustración y las preguntas que viene a raíz de lo ocurrido nos inquietan. Sea una víctima, un testigo, un trabajador de emergencias o incluso un espectador a miles de millas de distancia, la mayoría de gente se siente sacudida por lo ocurrido en Boston.
¿Cómo pudo suceder algo como eso? ¿Por qué alguien querría matar o herir a civiles inocentes? Nuestro sentido del orden—nuestra creencia de que la sociedad es segura e invulnerable a un caos como ese—queda alterado y nuestro entendimiento del mundo, perturbado.
Nuestros líderes hacen lo mejor que pueden para restablecer lo perdido, y rápidamente. Horas después de que las dos bombas explotaran entre la multitud de la Maratón de Boston, la Casa Blanca condenó públicamente los ataques y los oficiales de cumplimiento de la ley se comprometieron a hacer todo lo que estuviera de su parte para llevar a la justicia a los responsables, incluso planificando una "investigación mundial", según fuentes de noticiosas.
Esas promesas de acción rápida y decisiva son ciertamente beneficiosas, como un bálsamo calmante que suaviza—aunque no sana—la dolorosa ampolla que deja la violencia sin sentido. Hay descanso en el pensamiento de docenas de agentes y oficiales agotando todos los recursos en una cacería humana coordinada para identificar al culpable. Y cuando se halla a esos responsables, todos esperamos castigos severos.
Pero un arresto y una convicción—satisfacen en cierto grado—rara vez significan el término de la atrocidad para quienes fueron más dañados por ella. Todavía falta algo. Pensemos en los ataques terroristas del 9/11. Ha pasado más de una década, pero el sufrimiento no ha cesado para los sobrevivientes y las familias de las víctimas.
También a la población general le cuesta aceptar que esta atrocidad ocurrió en suelo nativo, enfocada en civiles inocentes de este país. Hay que organizar ceremonias conmemorativas. Se debe honrar a los muertos. Todos nosotros debemos seguir recordando—y prometer que no olvidaremos nunca—para que esto no nos vuelva a suceder. Es difícil encontrar la esperanza en tiempos como esos.
Pero, de alguna manera, queda esperanza. Como cristianos, se nos dice que Dios se preocupa profundamente de cada uno de nosotros1 e incluso conoce el número de cabellos en nuestras cabezas.2 A pesar de las innumerables cosas que atormentan nuestras mentes, los atemorizantes eventos fuera de nuestro control podemos lograr tener la seguridad de que Dios está por encima de todo. Aunque a veces pueda parecer imposible, los cristianos están llamados a confiar en el poder y los planes de Dios para crear maravillas más allá de nuestra comprensión.
Irónicamente, algunas de estas maravillas son más evidentes en medio de la tragedia. Solo vean la respuesta generosas en la emergencia y el gran número de Buenos Samaritanos que corrieron sin dudar al peligro en Boston, en Nueva York en el World Trade Center, y a bordo del Vuelo 93 de United Airlines. Una y otra vez se nos muestra que si bien el mal es evidente en este mundo, no es todopoderoso. El bien triunfa al final.
Aún más reconfortante, según creen los cristianos, es la promesa que Dios nos ha hecho a través de la vida, muerte y resurrección de su hijo, Jesucristo. Al hacerse cargo de nuestros pecados, Jesús nos habilitó para mirar más allá de las fronteras con espinas y cicatrices de este mundo y depositar nuestros ojos en la promesa de gloria eterna que espera al otro lado de la muerte. Nada—ni los accidentes ni las enfermedades crónicas ni la violencia terrorista—puede arrebatarnos esa esperanza.
El mundo en que vivimos es imperfecto, está dañado y caído. Nadie en la tierra puede escapar al dolor, al sufrimiento y a la muerte. Sin embargo, los cristianos creen que Jesús volverá nuevamente a la tierra. En ese momento, él restablecerá y redimirá nuestro mundo de la manera en que fue creado. “'Ya no habrá muerte,' ni llanto, ni lamento ni dolor, porque la manera antigua de hacer las cosas ha dejado de existir.”3
Como el apóstol Pablo escribió en su carta a los Romanos: “Pues estoy convencido de que ni la muerte ni la vida, ni los ángeles ni los demonios, ni lo presente ni lo por venir, ni los poderes, ni lo alto ni lo profundo, ni cosa alguna en toda la creación, podrá apartarnos del amor que Dios nos ha manifestado en Cristo Jesús nuestro Señor.”4